En las costas turbulentas del Caribe venezolano, donde los vientos traen noticias de pólvora, naufragios y libertad, se forjó una hazaña casi anónima que pudo haber cambiado el curso de la independencia americana y la historia mundial.
No fue un almidonado general criollo, ni un glorioso prócer consagrado con estatua en la plaza mayor, quien salvó al Libertador de la muerte segura, sino un desconocido marino francés, corsario naturalizado y comerciante de armas: Jean?Baptiste Bideau.
Aquella mañana húmeda del 16 de julio de 1816, en Ocumare de la Costa, la expedición de Simón Bolívar acababa de desembarcar tras zarpar desde Haití, con la promesa de llevar la inextinguible llama indenpendista hasta el último rincón del continente.
Pero el sueño emancipador tropezó con la dura realidad: fuerzas realistas, mejor posicionadas, mejor armadas, sorprendieron a las tropas recién llegadas, dispersas y sin refuerzos inmediatos.
Bolívar, vulnerable y prácticamente solo en la playa, se encontraba al borde del cerco.
Los cronistas recuerdan que fue entonces cuando apareció Bideau, el hombre sin uniforme, sin rango militar, sin espada reglamentaria ni órdenes superiores. A bordo de una lancha desvencijada, el corsario se lanzó hacia tierra con bizarría, esquivando los disparos con maniobras audaces, y extrajo a Bolívar de la playa como quien rescata a un náufrago entre tiburones.
— “¡Libertador, súbase! ¡Morimos juntos o escapamos juntos para luchar otro día!” —gritó, según memorias no oficiales recogidas por el almirantazgo francés años después.
La escena no fue digna de un parte militar, ni fue celebrada en clarines. Bolívar, cubierto de arena y mojado fue sacado de la emboscada gracias al temple y la lealtad de un hombre que no debía nada a Venezuela, salvo su compromiso desprendido con la causa de la libertad americana.
Nacido en Martinica, Jean?Baptiste Bideau había sido marino al servicio de Francia, corsario del Caribe y comerciante de pertrechos navales. Su paso por el puerto de Jacmel, en Haití, lo llevó a encontrarse con Bolívar durante los preparativos de la Segunda Expedición Libertadora. Le ofreció embarcaciones, víveres y algo más raro en tiempos de gloria y traición: una amistad genuina sin dobleces.
Lejos de las pompas militares, Bideau no juró ante espada ni bandera. Juró ante el mar ser leal a su admirado jefe, como lo hacen los hombres honorables del agua.
Su incorporación a la causa no vino por decreto solemne sino por pura convicción. No recibía sueldo ni vestía uniforme. No firmó proclamas. Pero cuando el Libertador cayó al agua de la historia, fue él quien lo devolvió a la orilla del futuro.
Tras ese día en Ocumare, Bolívar ordenó reorganizar la expedición. Volvió a Haití, herido en el orgullo, pero vivo para retornar al combate. Bideau continuó operando como enlace marítimo y luego como oficial naval en campañas de apoyo.
Murió años después en las costas de mí Cumaná natal, peleando contra piratas y realistas con el mismo coraje anónimo con el que había salvado a nuestro Libertador.
Hoy, su nombre no figura en los libros escolares. No hay monumentos visibles, y ningúna ciudad venezolana recuerda que sin ese acto espontáneo, y profundamente humano, la historia del continente pudo haber quedado trunca en la playa de Ocumare.
Si la libertad se mide por los actos más que por las medallas, entonces Bideau merece el título más alto: el del ciudadano que salvó la independencia con un simple remo, una lancha vieja y una valiente decisión heroica.
Fue el corsario que navegó hacia el corazón de la historia para impedir que Bolívar muriera antes de nacer como Libertador.
Desde las aguas que lo vieron remar bajo fuego enemigo, Jean?Baptiste Bideau espera aún que lo recordemos no como extranjero, sino cómo oportuno hermano de nuestra causa libertaria venezolana.
¿Cuantos Jean?Baptiste Bideau necesitamos hoy los venezolanos patriotas?