
Lo primero que sintieron los policías cuando entraron a la heladería de Viena, Austria, fue una ráfaga de aroma a vainilla y azúcar quemada que flotaba en el aire. La multitud en la calle aún no conocía el horror escondido en el sótano de la heladería de Estibaliz Carranza. La dueña del negocio, una joven española de modales suaves, había ocultado en congeladores los restos desmembrados de dos hombres durante años.
Por infobae.com
La prensa la apodó, sin demora y con morbo, la “asesina del helado”. La pregunta ahora era otra: ¿cómo pudo una figura tan anodina convertirse en protagonista de uno de los crímenes más estremecedores de Austria?
Dos cuerpos escondidos en un sótano de Viena
Las paredes de la heladería parecían ajenas al crimen. Nadie, ni los empleados más antiguos, supieron dar señales del olor, el silencio opresivo o las visitas solitarias de su jefa al subterráneo. La investigación comenzó con la denuncia de obreros de la construcción, que se quejaron de un fuerte hedor proveniente del sótano. Cuando las autoridades, desenterraron las cajas metálicas, encontraron dentro los restos de dos cuerpos masculinos, cortados y envueltos en film para alimentos, ocultos bajo capas de cemento.

Uno era Holger Holz, un alemán que había administrado la heladería junto a Estibaliz Carranza, y el otro, Manfred Hinterberger, su exmarido, un hombre de negocios austriaco. Ambos habían desaparecido de la vida pública sin dejar mayor rastro. La policía de Austria había archivado los casos como desapariciones sin resolución
Carranza no había sido investigada en ese momento. Sus coartadas habían sido firmes. Decía que su marido había emigrado a India en busca de paz espiritual. En tanto, sobre su amante alemán ha´bia dicho que se había vuelto a su país.
—¿Hace cuánto tiempo estaban aquí? —preguntó el comisario principal.
—No sabría decirlo, señor —balbuceó el agente, tapándose la boca y luchando contra el asco que le generaba la escena—. La mezcla de cemento y tierra conservaron en buen estado los cuerpos.
Los médicos forenses determinaron más tarde que el primer cuerpo llevaba cerca de ocho años bajo tierra. El segundo, poco más de dos.
Una infancia entre México, España
Estibaliz Carranza Zabala nació en 1978 en Ciudad de México, y después de solo unos años, su familia se trasladó a Barcelona. Sus primeros recuerdos, según relató, fueron de una casa en la que su padre, un odontólogo vasco, era rígido y distante. “Papá era perfeccionista, todo se movía a su ritmo. Mamá se desvivía por agradarlo”, escribió años más tarde en “Mi vida, mi verdad”, el libro en el que intentó lavar sus culpas.
Siempre destacaba en los estudios, pero sufría episodios de ansiedad ante cada mínimo fracaso. Aquella niñez, sin caricias, hizo brotar en ella una necesidad feroz de aprobación. La joven Carranza buscó ahogar sus carencias y vacíos con el exotismo de Alemania y luego Austria, donde acabó instalándose en Viena con Hinterberger. Tenía apenas veintidós años. Había conocido a otro solitario, un hombre catorce años mayor, inflexible y adicto a los videojuegos. El destino había juntado dos soledades.
“Siempre pensé que no era realmente importante para nadie. Yo solo estaba allí, invisible, útil a veces, un error si fallaba”, escribiría más tarde en prisión.
El matrimonio imposible
Manfred Hinterberger pronto se transformó en un amor tóxico para la mujer. Controlaba su dinero, sus horarios y sus amistades. “La heladería era suya, yo solo la atendía”, confesó ella ante los policías. Mientras, él se sumía en jornadas enteras frente a la computadora, obsesionado con el control de las finanzas pero incapaz de una caricia o una palabra amable.
La convivencia, áspera y sin tregua, derivó en peleas constantes. Viena era la ciudad de las oportunidades, pero para Carranza era una jaula. La relación sexualmente frustrante, la dinámica de humillaciones y el silencio, avanzaron. Así lo describió ante la corte:
—No podía salir sola, no podía gastar nada. Si hablaba, él reía. Cuando gritaba, él me ignoraba.
Intentó por todos los medios ajustar su personalidad, agradar por fin. Cumplía con las tareas domésticas, la administración del local y la sonrisa ante los clientes. Pero el resentimiento crecía en el matrimonio.
Para leer la nota completa pulse Aquí