
Apenas unos segundos después de nacer en el Texas Children´s Hospital de Houston (Texas), David Philip Vetter fue introducido en una cápsula hermética de plástico. Su cuerpo no podía defenderse de ningún microbio, por mínimo que fuera.
Por Infobae
Había heredado una inmunodeficiencia combinada severa (IDCS), un trastorno genético extremadamente raro y letal que destruye el sistema inmunológico, dejando al cuerpo desprotegido incluso ante un resfriado.
Era 1971 y no existían aún las terapias necesarias para tratar esta condición con éxito. La única opción terapéutica era un trasplante de médula ósea con una compatibilidad casi total, algo difícil de conseguir. Así comenzó su vida en aislamiento absoluto: sin caricias, sin contacto físico, sin el mundo.
Decisiones en la frontera entre la fe y la ciencia
David no fue el primer hijo con IDCS de Carol Ann y David J. Vetter Jr. Su segundo hijo, David Joseph, había muerto a los siete meses tras un trasplante fallido. Pese a las advertencias médicas sobre el riesgo genético, la pareja decidió volver a intentarlo.
“La decisión vino de nuestro corazón y de nuestra mente. Pusimos nuestra confianza en Dios”, dijo la madre años más tarde. El equipo médico liderado por el inmunólogo Raphael Wilson preparó una cámara estéril para recibir al niño.
El objetivo era mantenerlo con vida hasta que la medicina ofreciera una cura. Desde el primer minuto, David vivió confinado entre paredes transparentes, mientras un equipo de médicos, psicólogos y bioeticistas se enfrentaba a un caso sin precedentes.
El reverendo Raymond Lawrence, que trabajó en el hospital, sostuvo que los padres fueron alentados a seguir adelante “confiando a fondo en la medicina”.
Un hogar de plástico
Durante sus primeros años, David vivió en el hospital. Luego una nueva burbuja fue instalada en la casa familiar. El sistema contaba con compresores, filtros y procedimientos de esterilización rigurosos. Todo lo que entraba (ropa, juguetes, alimentos, libros) pasaba por procesos estrictos de desinfección.
Sus padres, intentando crear cotidianeidad, lo acompañaban desde el otro lado del plástico. Las únicas caricias posibles eran a través de guantes integrados a las paredes de la cápsula.
Lea más en Infobae